Sucedió
una noche, hace unas semanas, durante una de las múltiples ciclogénesis
explosivas (antes llamadas temporales) que nos están visitando por estas
latitudes. Cuando, en una guerra sin cuartel, me llevó Eolo de los brazos de
Morfeo. Mis ojos amanecieron en plena madrugada y, a pesar de la oscuridad, la
cabeza se puso en funcionamiento. Y pensé, sí pensé. Pensé en el mundo que gira y se
mueve en el espacio, un espacio sin límites, que no tiene fin. El agobio
aumentaba de forma exponencial y Morfeo seguía ausente, estaba claro que había
perdido la batalla con Eolo. Intenté visualizar un límite y retrocedí unos años
atrás. Me trasladé a una isla, Gran Canaria, en la que había vivido. Recuerdo que
al pasar unos meses, y cuando ya se me había terminado el contrato laboral que
me obligaba a mantener mi residencia en ese lugar, me quedé unos días de
vacaciones. En aquel momento comencé a
pensar en que estaba rodeado de mar y que si quería salir tenía que hacerlo en
barco o en avión. Me agobié, pensé en los habitantes de la isla y en ese
pequeño espacio limitado en el que vivían. ¿Cómo era posible que pudiera
recorrer en coche todo mi mundo en un día? Al final me di cuenta de que muchas
veces durante meses, o incluso años, no salimos de un espacio inferior al de
una isla.
¡Qué
puñeteros son los límites! Unas veces nos juegan una mala pasada debido a su
ausencia y otras nos restringen de tal forma que nos crean claustrofobia. En el
fondo es todo relativo, cada uno pone su límite según la situación que se viva
en cada momento. Es como las miradas, unos pueden tener unas miradas de largo
alcance hacia el futuro y otros solo utilizan las cortas. Y de estas últimas,
créanme, tienen un gran conocimiento
aquellos políticos que no miran más allá de un café en el Consejo de Ministros
o de un gin tonic “rebajado” en el
Parlamento.
Xavi C.
Martiñá